[Escrito en El Español]
Su vida, su ascenso, los días de gloria como campeón mundial y su estrepitosa caída parecen sacados de una novela. Pero de esas malas, de las baratas, fáciles, predecibles y cargadas de tópicos. En este caso, tristemente real. El niño tartamudo del orfanato de Zaragoza que encontró su vehículo de expresión en el boxeo, deporte para el que fue un auténtico superdotado, ha muerto a los 64 años, viviendo sus últimos años prácticamente de la ayuda de las instituciones y de un puñado de amigos. Enfermo y sin un duro, como el de la novela mala.En el ring fue una de las figuras más carismáticas que ha dado nuestro boxeo. Púgil vivo, listo, intuitivo, boxeador de la calle. Y con un ladrillo en cada mano. El que mejor le definió fue el maestro Manuel Alcántara: Perico era un bohemio del boxeo. Y de la vida. De carácter impulsivo e impredecible, dentro y fuera del ensogado. Pero con esa gracia natural, ese don que pocos tienen para enamorar al aficionado y al que no lo es tanto.
Un boxeador especial que tiraba más de genética y genialidad que de entrenamiento y sacrificio. De los que disfrutaban más, cuando llegó el dinero, en las salas de fiesta que en el gimnasio, que ya bastantes privaciones había sufrido de niño. Esquivas y desplantes con las manos bajas, golpes imprevisibles y fulminantes. Los boxeadores son tontos, decía, todos se ponen los guantes para protegerse pegados a la barbilla. Pues yo les pego en la frente y se caen. Y claro que se caían, pero porque era él el que los pegaba.
Fue campeón de España del peso ligero, dejando en la cuneta a grandes boxeadores como Kid Tano, Gómez Fouz o Manolo Calvo. Luego, en 1974, como mandan –o mandaban- los cánones, campeón de Europa, aunque en una categoría superior, la del superligero, título que arrebató a Tony Ortiz. Y ese mismo año, de ascenso imparable, se coronó campeón mundial WBC en Roma, al imponerse por puntos al japonés Lion Furuyama. Luego su primera defensa, en Barcelona ante el brasileño Joao Henrique.
Fue la noche en la que no dejaban entrar en el Palacio de los Deportes al celebérrimo José María García y Perico salió del vestuario a decir que o le dejaban entrar al pequeño a radiar o no había combate, como cuenta Vicente Ferrer Molina en su biografía del genial periodista. García entró y Perico despachó a su retador en nueve asaltos.
En julio de 1975, días convulsos en una España que afrontaba el final de un régimen de 40 años, el aragonés viajó a Bangkok a medirse con su bestia negra, el tailandés – Perico le decía el chino- Saensak Muangsurin, que le despojó de su corona al imponerse al español en ocho asaltos. Muangsurin entraba en la historia, era tan sólo su tercer combate de boxeo profesional. Nadie ha conseguido un campeonato del mundo con tan pocos combates, aunque venía con una larguísima trayectoria en el Muay Thai. Perico siempre dijo que algo le habían echado en la comida que afectó a su rendimiento.
Rehízo su carrera proclamándose campeón de Europa del peso ligero pero, dos años después del primer enfrentamiento, Muangsurin le daba la oportunidad a Fernández de recuperar su cinturón. Y esta vez en Madrid, en el Palacio de los Deportes. Pero de nuevo el oriental al que apodaban La Sonrisa del Diablo se hizo con el triunfo, esta vez a los puntos.
Perico no volvió a alcanzar la gloria. Suficientemente bueno como para ganar casi todos su combates en España, pero ya no le daba su boxeo para retos mayores. En tres ocasiones más disputaría el campeonato europeo, pero infructuosamente. El del ligero ante el escocés Jim Watt en 1978, el del superligero dos años más tarde ante Jo Kimpuani y finalmente el del wélter en 1984 en Italia ante Gianfranco Rossi. Tres derrotas por puntos, ningún demérito. Watt y Rossi serían posteriormente campeones mundiales. Y a partir de ahí, hasta su retirada definitiva en 1987, un marcado declive con derrotas ante boxeadores que jamás le hubieran puesto un guante encima en sus años gloriosos.
Pero ese don para manejarse con soltura en un ring no lo tuvo nunca para desenvolverse fuera de él. Fumaba, bebía, era desordenado y además generoso en exceso. Su vida sentimental tampoco tuvo estabilidad: cinco hijos de relaciones diferentes. Durante años vivió de vender sus cuadros, principalmente a sus amigos, de entre los cuales el principal benefactor fue José María García. También de la ayuda de su amigo José Luis Mariscal, o el también campeón mundial José Antonio López Bueno. La naturaleza no le hizo para el trabajo de 9 a 5. Tozudo y orgulloso, como buen aragonés. Célebre es su respuesta cuando, con el objetivo de ayudarle y dotarle de un salario estable, le ofrecieron un puesto de conserje en Zaragoza: “Si quieren un portero, que fichen a Zubizarreta”.
En varias ocasiones se le organizaron actos de homenaje, con el fin de aliviar su precariedad. Primero de pensión en pensión, otras veces en algún club de alterne, o un lupanar, como él decía. Su diabetes y el alzhéimer agravaron una situación ya de por sí agónica. Todos estos bienintencionados actos de apoyo al final eran meros parches. Perico fue uno de esos ídolos, casos aislados, casi de generación espontánea, que fue capaz de hacer vibrar a todo un país, como Manolo Santana, Paquito Fernández Ochoa o Ángel Nieto. Pero encima en una época en la que el boxeo era uno de los tres deportes del pueblo junto con el fútbol y el ciclismo.
Se nos va un deportista genial y excepcional, un ser humano cariñoso y desprendido que acabó como esos protagonistas de novela mala, arruinado y sin salud. Héroe en esa España en la que el franquismo agonizaba. Sin duda, uno de los mejores y más fascinantes campeones que ha tenido el boxeo español.
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